17 DE ABRIL, 2016. FERIA DE SAN MARCOS, AGUASCALIENTES. PELEAS DE GALLOS.
Con la certeza de que este espectáculo me iba a disgustar por mi extrema sensibilidad y mi previa experiencia en los toros en esta misma feria unos años atrás, accedí a entrar al Palenque (ideado para esta actividad en especifico) con la idea de poner ese check en la lista y vivir algo que aunque me cueste entender, es parte viva de una cultura que se mantiene a pesar de los nuevos tiempos e ideales.
Esperamos en el vestíbulo del casino a que llegara algún familiar que nos dejaría pasar gratis a ver los pollos, como le llamaba Claudia, la italiana que nos acompañaba. El casino, otro objeto de estudio por si solo, no es un casino convencional lleno de luces, sonidos y colores que nos atacan por doquier y su particular olor de alfombra ya vivida. Es más como un salón comunal con paredes blancas, mesas de cartas intercaladas, una seudo ruleta y muchas personas que esperan ansiosas esta única vez en el año donde existe este lugar.
Una vez que llegó el primo caminamos hacia el Palenque. Yo ya sentía escalofríos en todo el cuerpo y tenía esa sensación de querer taparse los oídos, cerrar los ojos y desaparecer para no presenciar lo inevitable. Igual me pasaba en la escuela cuando alguien se acercaba a la pizarra y la recorría con sus uñas largas. Todavía puedo sentirlo hasta en lo más profundo de mis huesos.
Nos acomodamos en un Palenque casi vacío, los pocos que estaban parecían haber estado ahí una eternidad, eran parte del lugar y a diferencia de nosotros que inevitablemente brincábamos a la vista por nuestras vestimentas y sobretodo por el miedo, la ansiedad y la repulsión que pintaba nuestras caras, todos ellos pasaban desapercibidos.
Esperamos unos 40 minutos antes de que comenzara la pelea. En los parlantes sonaba la siniestra voz de quién dirigía aquel triste espectáculo. Decía números y números como si se tratara de una rifa. Sin los gallos, aquello solo me traía a la memoria el ring de dos boxeadores rodeados del público sediento de violencia y coronados con grandes pantallas sobre ellos para no dejar pasar ningún detalle.
Finalmente entraron los dueños con sus gallos, creo que los acariciaban para tranquilizarlos, pero a simple vista parecía como si les tuvieran un profundo cariño y no estuvieran listos para dejarlos ir. Una vez que pesaron a cada uno, y poniéndolos frente a frente, comenzó ese horrible juego de tentarlos a sacar su instinto animal: pelear.
Con un gallo a cada lado del ring, la pelea comenzó. Un silencio profundo de los que pesa en el pecho, como de aquel que es cómplice de un crimen por solo callar, invadió el lugar. Lo único que escuchábamos era el ir y venir de las plumas cada vez que se elevaban intentando atacarse.
La pelea, que debía haber durado menos de un minuto, se extendió casi durante cinco minutos. Los dueños soplaban fuerte el pico de sus gallos para sacar la sangre que les obstruía la respiración, y se sacudían la sangre de sus manos cual si fuera agua pura. Cambiaban las viejas cuchillas desafiladas por nuevas, esperando que así la pelea llegara a su fin. Los gallos, cada vez más indefensos, no podían tan siquiera levantarse. Terminó después de un minuto de enfrentamiento estático, donde ambas aves no podían hacer más que aguantar firmes hasta que su enemigo se desvaneciera.
No parece tan lejano de nosotros mismos.